viernes, 19 de junio de 2020

La izquierda light


La confianza excesiva en la democracia representativa formal y en sus mecanismos legales, así como la apuesta deliberada por el “mal menor”, ha representado la debacle y la pérdida de credibilidad de la izquierda peruana. Para Flores Galindo, el problema central en la época más cruda de la violencia política (1984-1989) pasaba por adoptar una estrategia revolucionaria, pero no autoritaria.

La izquierda no ha podido escapar de la matriz autoritaria inmanente a la sociedad peruana. Stalin no fue el único culpable, ni siquiera Mao. Una tradición de autoorganización y de autogobierno fue soslayada magistralmente en beneficio de una apuesta decidida y total por insertarse en el juego político democrático de representación. Las instancias de representación política pasaron a formar parte de un cálculo y racionalidad con su propio episteme. De este modo, el individuo (ciudadano, poblador, trabajador, marginal, ama de casa) fue subsumido en las frías estadísticas de las entidades tecnoburocráticas.  

A los que fuimos ilusionados alguna vez por una ideología de la historia justiciera se nos debe más de una explicación del porqué de una apuesta tan descarada y contradictoria, subsumida en la ciénaga de la realpolitk.


El editor




LA IZQUIERDA LIGTH



Introducción



El más grande triunfo que ha conseguido la ideología demoliberal en nuestros tiempos es poner al servicio de la conservación de lo existente a las mismas fuerzas que antaño presionaban sobre los cimientos del capital. Esta paradoja a primera vista difícil de contemplar ha significado no solo el total abandono de los proyectos de liberación impulsados desde las clases populares, sino además –y en eso creo reside la derrota de las fuerzas de vanguardia– el sistemático liquidamiento de las canteras orgánicas de los movimientos de liberación, ahí donde los tentáculos corporativistas de la política social alimentan la infamia del capital. La burocracia, matanza de las energías individuales al sabor de la eficiencia de los aparatos de control, ha revestido con su frialdad las trayectorias individuales, creando en este derrotero, socializaciones marcadamente centradas en la supervivencia y en la desconfianza; lo que a su vez ha generado como producto del agotamiento de un modelo de incorporación optimista al escenario mundial, y al redimensionamiento de la acumulación capitalista, sociedades, y por consiguiente, estructuras sociales, cuyos esfuerzos se dirigen en más de las veces exclusivamente a apoderarse con salvajismo de una posición en la geografía económica de los procesos planetarios.





Lo que actualmente llamamos globalización –el orgullo de que en este momento de la historia el planeta se interconecte en una sola dirección de progreso y bienestar– no es más que un proceso de necesaria interrelación internacional para otorgarle efectividad al sistema productivo capitalista; y para guarecer a la propia especie de fenómenos de riesgo mundial que amenazan la supervivencia de la misma, en la medida que el deterioro del medio ambiente y los juegos de presión geopolíticos a nivel de las oligarquías financieras crean la sensación de un horizonte ingobernable, carente de toda autodeterminación. A su vez la fosilización de las ideologías de la historia, el desmantelamiento de los proyectos nacional-desarrollistas y el amedrentamiento de las fuerzas de vanguardia, reducidas a intentos suicidas de subvertir el orden existente, han significado en el largo plazo el éxito de los organizaciones demócrata-burguesas sobre los proyectos socialistas, y la construcción, por consiguiente, de una moral cotidiana que se articula en dirección de una racionalidad mercantil y pragmatista.





En este sentido, la excitación de las trayectorias individuales y la expansión en la demanda de bienes simbólicos que solazan y otorgan afirmación personal, en una aldea global de precariedades e injusticias, no es solamente el resultado de la bancarrota de los esencialismos colectivos. Es, además, el biotipo de socializaciones más comunes que forja la maquinaria social con el objetivo de recrear conciencias factibles a adaptarse y administrar con eficacia el caudal de recursos productivos que los hace probados funcionarios de un orden material, en el cual hay que necesariamente que militar y demostrar frecuentemente que se es útil. Así, la ofensiva de los discursos dominantes, ahí donde sus estrategas e intelectuales desestructuran y corporativizan las esencias colectivas, de donde procedían los movimientos de liberación empuja a los estratos sociales golpeados por la crisis del capital a mutar sus prácticas sociales, y por consiguiente, sus identificaciones en la dirección de las urgencias más laudables; mudando a su vez el núcleo de sus expresiones culturales, la espontaneidad de su folklore y la enjundia de sus afirmaciones subjetivas a escenarios marginales a la exterioridad concreta de la rutina para la supervivencia.





Por ello, no es complicado afirmar que el desarrollo en la actualidad de nuevos esquemas se significaciones con el medio exterior, en la medida que este se vuelve hostil y difícil de acaparar, modifican los procesos psicológicos de las colectividades, provocando cuadros de neurosis, la proliferación de mecanismos de evasión sobredimensionados e identidades divorciadas del proceso social; razón por la cual la necesidad de sobrevivir disuade al individuo que los proyectos colectivos son esfuerzos verdaderamente inhumanos. Cada vez es más cierto que la realización de la historia colectiva se divorcia del curso absurdo del capitalismo. Es decir, el significado huye del exterior, arrojando las posibilidades concretas de encarnar un proyecto de civilización compartido a las oscuridades de la fantasía, ahí donde toda la savia creativa se desperdicia en los espacios clandestinos de la sociedad.




Los límites del radicalismo


En el vientre de las fuerzas radicales y de los sectores de las clases urbano-industriales que aniquilaron un orden incompatible con las ventajas de las sociedades democráticas, se fue incubando en proporción a la politización antiburguesa de las organizaciones sindicales, el freno a las aspiraciones de la civilización subdesarrollada. Cuanto más se acrecentaron las distorsiones en las tendencias macroeconómicas del patrón de crecimiento industrial, porque éste no hallo la suficiente estabilidad política para negociar con los agentes externos su radicalización, tanto más la presión de las fuerzas políticas sobre las esferas del Estado hicieron explosionar un modelo de desarrollo que había modelado precarias condiciones modernas de vida social, basada en una justa redistribución social. Es decir, la vanguardia política no fue lo suficientemente inteligente para reconocer que la exagerada protesta desbarató ideológicamente un régimen de cosas que ambicionaba muy en el fondo constituir auténtica relaciones ciudadanas, superando las barreras étnicas que eran un verdadero obstáculo epistemológico para el establecimiento de la modernidad peruana. Quizás, el compromiso político que desorganizaba la frialdad técnica necesaria para armar una visión programada, ocultaba realmente una existencia trágica que reclamaba en las ilusiones del ser revolucionario una cura mágica a los desgarramientos sensoriales de la existencia individual. La utopía enmascaraba el hambre por establecer la identidad.


De esta vacilación metafísica por edificar la sociedad se valieron los sectores conservadores en contubernio con los intereses extranjeros, para acabar con el carácter democratizante de las medidas estatales, paralizando el modelo de desarrollo y estableciendo desde los ochentas una nueva relación Estado-sociedad. El afán de la burguesía por recolocarse con éxito en la nueva división internacional del trabajo que ensayaba la ortodoxia neoliberal, significaba no sólo decapitar la radicalización de las organizaciones sindicales, ahí donde se disputaban la hegemonía por el poder, sino instaurar entre la esfera política y la sociedad civil un relación que subordinara verticalmente a los esfuerzos colectivos por renegociar los términos de la política económica, que favorecieron desde entonces a la inversión privada. La crisis de la deuda y los desequilibrios que evidenciaba el capitalismo a nivel de sus economías centrales, obligaron a sus sacerdotes financieros a reestructurar las promesas de su accionar económico. Ahorcando el acceso al crédito, cerrando las posibilidades de acumulación de las economías subdesarrolladas, desbarataron en relación al desmoronamiento de las relaciones tradicionales –que impedían incorporar el grueso de la fuerza de trabajo a las relaciones mercantiles– los intentos de soberanía nacional que se orquestaban en el camino al desarrollo, fragmentando por medio de una ofensiva autoritaria, sin precedentes en la historia, los esfuerzos por hacer nacer una sociedad democrática y moderna.




A partir de entonces, desarticulada la sociedad en sus esfuerzos, propuestas e ilusiones, y por consiguiente, desarticulados sus sistemas de significación, sus formas de conocer la realidad, los sectores sociales que pudieron incluirse en las coaliciones internas que formó el capital para llevar a cabo esta desestructuración, y que desde entonces han pasado a ser gerentes exclusivos de la aristocracia capitalista, han puesto entre paréntesis perpetuo las reivindicaciones sociales y sus formas de participación pública, recreando en medio de la inestabilidad económica, mecanismos eficientes de incorporación clientelar y segmentaria que renueven permanentemente sus grupos de interés y de codicia a nivel de las categorías sociales más diversas. Con ello, garantizan el sostenimiento en el largo plazo de sus organizaciones políticas, en el control concreto de algunos espacios comerciales del mercado interno, y el enmalezamiento dirigencial de sus generaciones más jóvenes a la cacería directa de cargos de confianza en las instituciones públicas.


La tecnocracia que se ha erigido producto de esta selección corporativa de conciencias, administra hoy por hoy los intereses privados de sus socios en la élite interna y extranjera, extendiendo su moral pragmatista y esa lógica empresarial de hacer mercancía del conocimiento social, a todos los ámbitos de la vida cotidiana, burocratizando en proporción a la estrechez de los espacios de socialización exitosa, todos aquellos rincones en que la lucha por el reconocimiento y los recursos involucra la servidumbre ejecutiva de algunos y la marginalidad de muchos. La escasez de oportunidades en la calificación y admisión a mayores experiencias de realización personal empuja a los sujetos liberados de los ámbitos de formación temprana –la familia y la escuela– a adquirir y manipular con sabiduría escéptica los elementos enérgicos de esta moral pragmatista, transmitiendo a sus expresiones más íntimas y personales el manejo de una racionalidad instrumental simbólica que hace de la obtención de los bienes más intensos una guerra silenciosa de conveniencias y nihilismos desenfrenados.


Al diluirse las condiciones ideológicas que hicieron posible la configuración de una modernidad concreta, la necesidad de preservar la individualidad obliga a los actores sociales a abandonar las utopías políticas que ya no seducen a nadie y aferrarse desesperadamente a los deslumbrantes lenguajes sistémicos de las clases dominantes. La cultura al desmaterializarse se convierte en el bastión de resistencia emocional por excelencia porque la pérdida de respaldo a la lucha socioeconómica es compensada audazmente por un conjunto múltiple de representaciones que distraen a la mayoría de los problemas esenciales de la sociedad. La descomposición de las instituciones protectoras de la identidad, debido a la ofensiva de los agentes neoliberales, empuja a los individuos desvalidos a aceptar las ilusiones mercantiles que el sistema audiovisual propagandea vilmente, porque de forma inesperada el mundo vital depende acendradamente de los edificios ideológicos que el capitalismo confecciona. La reproducción de la vida se vincula estrechamente a las máscaras sensoriales del sistema productivo, lo cual quiere decir que en la mente del sujeto no hay un lugar esencial desde el cual tejer una experiencia concreta de materialidad. Es decir, el individuo –sobre todo de las grandes metrópolis– se apropia de los significados artificiales que elabora el mundo administrado percibiendo e interpretando su entorno no más que con ellos. Hasta el sujeto que a partir de su disciplina intelectual observa profundamente su medio social no es ajeno a la forma como se reproduce la vida social. Interpretando que su saber es un resultado de una trayectoria muy personal, cree firmemente que puede hacer lo que le da la gana con él, venderlo o utilizarlo para conquistar influencia sobre el menos avispado. No ve que la condición de intelectual es el orificio antropológico por el cual se puede equilibrar el poder del capitalismo descontrolado. Sin la posibilidad de que hayan casi accidentalmente algunos elegidos que piensen la viabilidad de la existencia humana es imposible romper las fortalezas del sistema y arrancarle acuerdos viables de desarrollo.



Aquel que piense que el conocimiento que vende o por el cual se destruyen las oportunidades de vida social no lo hace responsable a él de su decisión voluntaria se equivoca. El intelectual, sobre todo el que se dice de izquierdas, está obligado a sacrificar ese hedonismo ridículo que lo cautiva por la inversión de su capital cultural a diseñar soluciones contundentes a los problemas del país. En tanto crea que su individualidad debe ser prioritaria salvarla nunca en realidad la salvará; las consecuencias de su irracional actitud al estudiar sólo lo que le gusta lo condenan a ser un criminal de la inteligencia, cuya fuerza debe estar siempre al servicio de las necesidades humanas. La exigencia por vivir la vida intensamente convence al intelectual que cualquier sacrificio político es un recurso innecesario que sólo en la cabeza de los locos puede germinar, y que, por tanto, el conocimiento es un instrumento para conseguir los placeres más suculentos, aunque dicha conducta signifique la nulidad ética. Sí, hay que reconocerlo, la necesidad de echar raíces, de maniobrar con destreza en los paisajes cibernéticos del ser para salvar el propio nicho cotidiano empuja al intelectual a dejarse persuadir por el apetito de poder. Muchas veces, una sensualidad profundamente comprometida con el ser social, que llegada a su vejez se ha decepcionado enormemente de la vida política quiere transmitir con su alejamiento de la convicción lo difícil que es conciliar el pensamiento con la vida, cuando lo que en realidad transmite es la vejez y la esclerosis suficiente para congelar la vitalidad de la juventud que siempre está ansiosa de experimentar auténticas pasiones. El fracaso de estas vacas sagradas no será nunca el fracaso de nuestras nobles generaciones.


Pero hoy estos guerrilleros de papel por algún mandato internacional, porque por talento salen jalados, desde el gobierno del desintoxicado de Toledo se han venido posicionando en sectores claves de la administración pública, con relación al tema social de intervención. No sé cómo lo han logrado (Sera Soros o Rothschild) pero ya no es una búsqueda solo de estatus, sobre la base de un discurso contestatario sino un plan tremendamente consciente de hacer añicos el Estado e imposibilitarlo para su propia gestión y defensa soberana. En contubernio con sus padres putativos, la oligarquía, lo que buscan es sembrar miseria y desolación y así garantizar el control que poseen sobre las donaciones internacionales, y para ello su discurso es cambiar la historia y trastornar mediante ideologías absurdas y nefastas los perfiles socio-psicológicos de los pueblos a los que deciden representar. Su odio a las culturas populares, y su idea maoísta y postmoderna que el ser humano es una máquina insaciable de deseos que hay que alimentar con más y más populismo es acarrear la destrucción de la creatividad y del ingenio del emprendedor a quien ven como un traidor y complaciente.




A la larga su plan siembra el odio, la rebelión y la violencia donde ellos justamente nada tienen que ver. Como dije una vez sobre Mariátegui, él buscaba pintorescamente enamorarse de una idea socialista e impracticable sin renunciar a ese estilismo acriollado y afrancesado que apestaba a los aristócratas europeos. En su intención de juntar papas con risotto lo que ocasionó fue que sus políticos actuaran como vasallos de una idea que tercamente buscan empotrarla en la realidad, y que en su máxima expresión, con maoísmo, o con posmodernismo (el multiculturalismo) lo que hace es ejercer despotismo sobre el pueblo. Esa idea de Vallejo, linda pero estúpida. ”Escribir en el aire” es la frase canónica de un evangélico que visita almas descarriadas para adoctrinarlas sin importarle un rábano lo que ellos piensan.


Me recuerda cuando los amazónicos eran aniquilados por SL y MRTA en Pucallpa, y preguntaban, las razones: “Porque no tienen conciencia de clase, son despojos de la historia, tradición” o como cuando hoy en los debates señeros de los sindicalistas se les pregunta el rol de los lúmpenes y ladrones. “Ellos no cuentan, son escoria, que no ha tomado conciencia de su rol de clase, son infraclase". La Amazonia es el otro objetivo. A la izquierda le importa un rábano el país. Si en una conferencia se burlaban del Contigo Perú del Zambo Cavero....


  


 Ronald Torres, sociólogo



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